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Lo que se dieron entre sí las sombras

Bitácora

Lo que se dieron entre sí las sombras

Por Clyo Mendoza

Una visita y una charla de la autora mexicana Clyo Mendoza junto a los integrantes del colectivo Poesía Guerrera, en el Tigre. 

A los poetas guerreros de Isla Silvia y del mundo
y entre ellos, mi amigo Bruno Darío

Lo qué se dieron entre sí las sombras era el título original de mi libro Furia, por una pregunta que, según recuerdo, Alejandra Pizarnik hacía: ¿Qué se dieron entre sí las sombras? 

Obsesionada por el tejido de las cosas, este hecho me parece una bella casualidad cargada de sentido. Que en el aniversario de la muerte de Pizarnik (dato que me hizo conocer hace un par de días la genial poeta Valeria Tentoni) la vida me haya traído a Argentina para poder ir a Isla Silvia me conmueve de maneras que no puedo explicar. Con eso empecé a escribir este texto, desde la imposibilidad de definir la urdimbre, el tejido ilógico que une a unas personas con otras, a pesar de las diferencias obvias, del tiempo, la edad, la distancia. El hilo que une todas las cosas distantes es el centro de mi escritura, y por alguna razón, lo había olvidado. 

Llegué a Argentina totalmente desconcertada por la muerte de un amigo que en algún momento me había pedido que lo ayudara a morirse. Eutanasia es una palabra extraña, parece un nombre propio. El plan de Bruno no era que se llevara a cabo, sino simplemente que pudiéramos conversar sobre la muerte. Era un pretexto para emborracharnos leyendo a Viel Temperley y a Dylan Thomas en voz alta mientras bebíamos. Él casi siempre estaba borracho. Ese estado mitigaba un poco el espanto y la celebración que le provocaba la vida. Celebración, espanto. Yo lo entendía porque también habitaba esa sensación de moribunda, sin tumor en la cabeza, sólo una herida ilocalizable en la memoria.

Vengo de comulgar y estoy en éxtasis 
aunque comulgué como un ahogado,
mientras en una celda
de mi memoria arrecia
la lluvia del sudeste.


No alcancé a llegar al crematorio pero llegué a Argentina. Bruno vivía aquí cuando los doctores encontraron esa cosa en su cabeza. Al respecto, él siempre mostraba el puño y señalaba con él el tamaño del tumor. A veces hacía la misma comparación con una manzana. 

Se reía cada vez que me enseñaba en una tomografía aquella mancha negra que se extendía en su cabeza sin remedio, pero solía ponerse muy serio para leer con orgullo una línea suya: Aún crecen las flores si aún crees en las flores. Seguramente le hubiera gustado mucho que le contara sobre los muchachos de Poesía guerrera y le hubiera encantado el detalle de que para llegar a Isla Silvia había que tomar una barca. Seguramente hubiera respondido a mi anécdota con: Aún crecen las flores si aún crees en las flores. En una entrevista, Héctor Viel Temperley, a quien también le abrieron la cabeza varias veces en la vida,  le cuenta a su interlocutor que cuando era muy pequeño, su madre lo llevaba en la espalda y caminaban al lado de un río. A ella se le cayó el niño al agua y él se hundió, se hundió. Recuerda haber visto un hilo de luz que atravesaba el agua y la dicha inmensa de haber salido del mundo. Luego, una mano lo volvió a poner sobre la tierra, sobre su realidad, sobre su historia de niño que intuye la muerte y lo terrible del mundo. 

Yo recuerdo que cuando era niña me gustaba hacerme la muerta en los estanques. 

Recuerdo, la angustia horrible en las tardes de domingo en la que los adultos dormían, su silencio como recordatorio de que un día morirían y recuerdo también entonces la belleza de hundir la cabeza en el agua y hacer de cuenta que el mundo no era lo que era, que los vecinos no golpeaban a sus esposas durante noches eternas, que los niños no eran tocados entre las piernas por manos adultas y familiares. Jugar a que sólo existían esos peces, esa agua, ese silencio. 

A Bruno le hubiera gustado mucho el detalle de que para ir a Isla Silvia había que ir sobre el agua, le hubiera encantado saber que después de mi visita he vuelto a hablar de la belleza mi infancia, aquí frente a ustedes. Que reconocí frente a los muchachos la herida que me convierte en moribunda, sin muerte próxima e inminente, sin dolor, y que su Argentina querida me regaló esa visita a Isla Silvia, donde recordé quién era yo, y volví a sentir ganas de escribir pero sobre todo me dio razón para hacerlo. Porque estaba francamente desconcertada con la idea de que la juventud no nos exime de la muerte, con la pregunta de si después de una vida tan breve y al mismo tiempo tan larga como la que algunos hemos tenido era posible el gozo verdadero. 

Uno de los chicos me preguntó: ¿cómo te ves en el futuro? Y yo les dije que me veía en lo verde, rodeada de perros. Todos estuvimos de acuerdo en que la vida es tan complicada algunas veces que llegar a esa escena en la que la naturaleza nos repara y nos materna es lo único y lo mejor a lo que aspiramos. Ir a la Isla, que es como Madagascar, porque también ahí hay serpientes, perros y unos huertos con lechugas y flores comestibles, para recordar que la vida la hacen las cosas sencillas, que el empeño está en ir paso a paso, día con día, que eso sostendrá la desdicha cuando la tengamos y no nos dejará rompernos como antes nos hemos roto. 

Quienes hemos vivido tragedias necesitamos razones para llevar a cabo el acto de vivir, pero encima es fácil olvidarse de la belleza del mundo. Cuando alguien te la recuerda, no queda más que agradecer con todo el corazón puesto en ello. Yo recordé esto el otro día con los poetas guerreros, la vanidad del mundo se disolvió y quedamos nosotros, personas al encuentro verdadero de otras personas. Recordé que por  eso la poesía salva la vida, porque contesta cuando se le pregunta y  ayuda a abrazar el desconcierto. Recordé un día, en una sala de hospital, con alguien en peligro de muerte detrás de la puerta. No podía más que pensar en un poema: soy el nadador, señor, soy el hombre que nada, gracias doy a tus aguas porque en ellas mis brazos todavía hacen ruido de alas,  soy el nadador, señor, soy el hombre que nada. Ese poema me sostuvo, me dejó ecuánime en mi sitio. 

Yo confío en que los poetas guerreros sabrán remar en su vida como lo han hecho hasta ahora. Confío en ellos, porque veo la convicción y su deseo. Las viejas heridas no pueden apoderarse de lo que somos, forman parte de la urdimbre, también, del mapa que vamos trazando de nosotros mismos. Hay una religión africana en el que cada muerto tiene una suerte de mapa-bandera que le representa y no hay dos iguales. Cada quién deja un rastro. Yo vine a Argentina, entre otras cosas, para recuperar el deseo de escribir y de tener una vida buena y sencilla y lo recordé en Isla Silvia. La esperanza puesta en lo colectivo, a pesar de todo: podemos remar juntos en las olas de las heridas.  Yo soy una persona con mucha suerte, y con eso me refiero a que algunas veces el tejido del mundo se me revela claro y que las coincidencias son la respuesta de lo divino que estaba esperando, con ese lenguaje tan complejo que tiene quien narra la vida. Haber venido a Argentina unos días después de la muerte del único amigo mexicano con madre argentina que tenía, en el aniversario de la muerte de Pizarnik, haber ido en una barca con dos barqueros, Virgilios del mundo de Tigre, como lo son Madi y Julián, que Julián llevara el nombre de mi amado amigo el brujo, el mago, del que venía hablando en el tren con Maxi, mi editor, minutos antes de conocer a Julián de Isla Silvia, que fueran, de fondo, brujos todos los implicados, en el mejor sentido que tiene la palabra. Todo en este mundo es magia excepto para el mago. Encontré ese apunte en mi teléfono, sin especificar de dónde lo había tomado.  Mira que haber viajado tanto para ir a Isla Silvia, junto a los poetas guerreros, a recordar que hay que ver la propia existencia como un acto de magia, como un juego en el que todo lo que sucede tiene sentido o lo tendrá. Cada hecho, doloroso y no, cada persona que nos cruzamos, cada animal que nos acompañó, cada árbol bajo el que nos guardamos, cada tragedia tienen una razón de ser para lo que somos más allá de nuestro cuerpo y esta vida extraña que nos reúne aquí. 

Me gusta pensar que en el momento en el que yo me tenga que ir de este mundo, voy a cerrar los ojos y lo entenderé absolutamente todo, como creo que le pasó a Bruno, que para prepararse para develar el secreto, despertó del coma y pidió antes de morirse un vaso de leche. Así, listo para su revelación, volvió a acostarse en su cama y se fue a la muerte.

Y la muerte no tendrá dominio

los desnudos muertos serán uno solo 

con el hombre en el viento y la luna del poniente

cuando sus huesos descarnados 

y los descarnados huesos se consuman, 

en el codo y el pie tendrán estrellas

aunque se vuelvan locos, estarán cuerdos

aunque se hundan los mares, se volverán a levantar

aunque los amantes se pierdan

el amor no

 y ya la muerte no tendrá dominio

¿Qué se dieron entre sí las sombras? La pregunta está, por ahora, contestada.



 

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